Ningún árbol de los muchos que forman el
hermoso paisaje morelense ha tenido una importancia histórica y cultural tan
grande como los amates: los testimonios manuscritos llamados códices y tonalamatls que nos heredaron las
culturas de América, como anales de su riqueza cultural, se hicieron sobre
pliegos de la corteza de este gigante. Compitió en importancia con los
vegetales de otros pueblos, como el papiro, que crece aún en el delta del
caudaloso río Nilo, o los vegetales de los bosques latifolios de la nación
China que sustituyeron a la seda costosa y delicada en el año 105 de la era
cristiana.
Sólo que para los habitantes
de lo que hoy es el estado de Morelos, el árbol pasó de ser un simple vegetal
que sirvió para hacer su original escritura pictográfica, y se convirtió en
icono representativo, deidad y estandarte durante la evolución, quedando
plasmado, como vegetal o como papel -amatl- en múltiples referencias que
los historiadores han recogido para perpetuarlas a través del tiempo y el
espacio.
La referencia más antigua
que se conoce sobre el papel, y que tiene que ver con la misma creación del
hombre y de la cosmovisión del mundo americano, proviene del franciscano
Jerónimo de Mendieta, en su obra escrita a finales del siglo XVI Historia
Eclesiástica Indiana. Escribe acerca de los primeros hombres que poblaron
la tierra e hicieron el calendario en una cueva cerca de Cuernavaca; místico o
mundano el tamoanchan de esta región apunta al nacimiento de la agricultura y
el fin de la vida nómada del hombre americano y con ello el nacimiento del
calendario, hecho por una pareja mítica.
Para perpetuar este
conocimiento se valieron de papel, es obvio decir que de amate, papel que indica un proceso de elaboración tan antiguo como la misma creación del calendario, es decir,
esta técnica apareció en la floreciente cultura nahoa, en lo que hoy es el estado de Morelos.
Y dando relación los viejos
indios del principio y fundamento que tuvo este calendario (...) dicen que como
sus dioses vieron haber ya hombre criado en el mundo y no tener un libro por
donde se rigiese, estando en tierra de Cuernavaca en cierta cueva dos
personajes, marido y mujer, del numero de los dioses, llamados por nombre el
Oxomoco y ella Cipactonal, consultaron ambos á dos sobre esto. Y pareció á la
vieja tomar un consejo con su nieto Quetzalcóatl, que era el ídolo de Cholula
(...) dándole parte de su propósito (...) de manera que altercaron los tres sobre
quien pondría la primera letra ó signo de tal calendario. Y en fin, teniendo
respeto a la vieja, acordaron de dar la mano en lo dicho. La cual andando
buscando que pondría a principio de dicho calendario: y consintiendo en ello,
pintárosla y pusieron ce Cipatli (...)
el marido de la vieja puso dos cañas, y el nieto tres casa y de esta manera
fueron poniendo hasta trece signos cada plana, en reverencia de los autores
dichos y de otros dioses que en medio de cada plana tenían, los indios pintados
y muy asentados en este libro, que contenía trece planas y en cada plana trece
signos, los cuales servían también para contar los días, semana, meses y año;
porque ya que los dichos signos no llegaban al numero cumplido de los
trescientos y sesenta y cinco días que tenían como nosotros, tornaban del
principio hasta donde se cumpliesen; porque sus meses eran diez y ocho, a
veinte días cada mes, hacían trescientos y sesenta días. Y a los cinco que
quedaban tenían por aciago ó de agüeros por ser fuera del numero cumplido y
llamánlos nemotemi.
Los anales de Cholula nos
informan que entre los toltecas era ya usual el papel en su vida cotidiana. Según Nicolás León, a los libros les llamaban amoxtli (amatli) y los
Zapotecas quijchitja-coloca. Pero fueron de las tribus nahuatlacas los
únicos códices que sobrevivieron a los iconoclastas, frailes españoles; de ellos se conocieron
libros que llamaban tonalamatl, que Pietro de Martire estudió concienzudamente.
El papel tenía para las
civilizaciones prehispánicas de América, como para los chinos, su aspecto mágico
y sagrado. Izcoatl, con la conquista del pueblo Tlahuica, facilitó a los
tenochcas la entrada a la civilización y a la cultura.
Fue la región del estado de Morelos la auténtica y primitiva fábrica de papel de México: la tecnología
aplicada superó en mucho a la de otras áreas geográficas; se producían papeles
en distintas presentaciones -en rollo y extendido- para diferentes usos -para
hacer libros, para vestuario y como ornamento-. Pero cuando los alcanzó el largo
brazo de la conquista azteca, en manos de la triple alianza, forzados, tlahuicas
y tlalnahuacas, golpearon las mazas sobre
las cortezas de sus árboles en agobiantes jornadas, pues después de este suceso
militar se escribió:
Veinticuatro mil resmas de papel
debían llevarse anualmente como tributo a los almacenes del soberano de
Tenochtitlán.
Desde siempre, las guerras y
conquistas empujan avances tecnológicos y ésta no fue la excepción: los pueblos
sometidos a quien exigía el uey tlatoani de la gran Tenochtitlán papel, rediseñaron su proceso de producción y lo
mejoraron, aplicaron nuevas herramientas, computaron sus fuentes de materia
prima y buscaron alternativas,
capacitaron más obreros para cumplir con tan desquiciada demanda y de aquí nació
la geografía del papel en lo hoy es el estado de Morelos.
En todo lo ancho y lo largo
del territorio se extendió la producción, desde Cuahnahuác hasta Amacoztitlán; de Amecamecán limítrofe al estado hasta Amayucán; los Amacostíc, Itzamátl e
Iztacamátl caían en eras de la memoria escrita que ya estaba en el portal
de su destrucción.
Yauhtepéc y Oaxtepéc no
estuvieron salvos; todo lo contrario, formaron el círculo mas importante
productor de amatl junto con Cuahnahuác, Tepuztlán con Amatlán, y
Xiuhtepéc con Amatitlán. Pueblos más alejados lo tributaban también, como
Molotlán, Yacapixtlán, Amayucán y
Amacoxtitlán.
Si ponemos énfasis en la
forma que se recogía el tributo de un pueblo de Yautepéc, Itzamatitlán,
podremos ver a un grupo muy grande de tamemes con ayates a cuestas donde llevan varios rollos
de papel atados con una cuerda. El recaudador elige un cargador y empujando el
resto de los rollos saca uno, desata la cuerda que lo amarra y lo despliega en
toda su longitud, que es de cuatro a cinco metros. Lo examina cuidadosamente
para ver si no presenta ninguna imperfección y, después, satisfecho, sigue
caminando para repetir el mismo gesto más adelante, dejando a los demás el
trabajo de volver a colocar el rollo de papel en la espalda del cargador.
El recaudador se hace
acompañar de un escriba oficial, quien, de vez en cuando, se agacha para apuntar
la entrega del tributo. Primero pinta un rollo de papel amarrado con una
cuerda, enseguida le dibuja en la parte superior un Iztli -un negro cuchillo
de obsidiana- (esto indica que el amatl está hecho de Itzamatl: el árbol
de papel cuyas hojas tienen forma de cuchillo de Iztli), y con ello indica el
pueblo tributario Itzamatitlán. Luego pinta el tributo (un rollo de papel
amarrado con una cuerda), enseguida dibuja una bolsa atada al rollo que ya
había dibujado. El resultado: ocho mil resmas de papel tributa Itzamatitlán.
No todo el amatl que
se fabricaba en la región se elaboraba en rollo; el pueblo sureño de
Amacoztitlán producía un excelente papel amarillo en hojas doblado a manera de
biombo, lo que indica una técnica diferente en el proceso. Los pueblos de
Yecapixtla y Amecaméca fabricaban
papel para la confección de vestidos y como ornamento; el de Amayucán era muy preciado y se utilizaba en la
ceremonia que se conoce como Atlacahualo –el agua es dejada- en la cueva
pintada de Achichipico. Estos petroglifos presentan una figura de
Quetzalcopátl, y a su derecha un dibujo que representa un vestido de papel de
color amarillo amatlequimitl.
El papel que se producía en
Itzamatitlán, en Amatlán y en Amatitlán
fue la fuente mas importante de la erudición precolombina. En el examen hecho
por Pietro de Martire de los Tonalamatl encontró "glóbulos de goma", como si
hubieran pegado varias láminas de corteza batida para dar mayor peso. Este
aglutinante se obtenía de una orquídea llamada Amatzauhtli -goma de papiro- que
crece aún abundantemente en la región de Tepoztlán y en el Tescal.
El humanista italiano Pietro de Martire escribió de sus observaciones:
Ya
he dicho que estas gentes poseían libros, trajeronlos en cantidad junto con los
demás regalos , los procuradores y enviados de Culuacán, la sustancia en que
los indígenas escriben son hojas de una delgada corteza interior del árbol que
se produce debajo de la superior a la que llaman filtra según creo.
No
encuadernan los libros por hojas, sino que los extienden a lo largo, formando
tiras de muchos codos, redúcelas a porciones cuadradas, no sueltas sino unidas
entre sí por un betún resistente y tan flexible que, cubiertas con tablillas de
madera, parecen haber salido de un hábil encuadernador, por donde quiera que el
libro se abra, aparecen dos caras escritas...
Lamentablemente nunca
conoceremos lo que se escribió sobre las cortezas de los amates morelenses
mojados de sudor. De los miles y miles de cartas, tonalamatl,
genealogías, historias y herbarios jeroglíficos sólo sobreviven ahora catorce,
el equivalente a lo que Itzamatitlán producía en un día y medio.
A la llegada del primer
obispo de México, Fray Juan de Zumárraga, en el año de 1529, comenzó el asalto
espiritual al pueblo conquistado con la destrucción de su erudición. Los
agentes de Zumárraga recogieron sus libros de jeroglíficos de todas partes, especialmente de la “biblioteca real” de Texcoco. Según Prescot (1947), “la
capital más cultivada de Anahuac y el gran depósito de los archivos nacionales”
y fueron llevados a la plaza de Tlatelolco; allí formaron con ellos una
montaña, y en un momento dado, por todos lados se acercaron frailes que aplicaron
sus antorchas a este cúmulo de erudición americana. Cuando las llamas
consumieron y el negro humo cubrió el cielo de Tenochtitlán, Zumárraga pudo
ocupar su puesto de los iconoclastas al lado del Califa Omar, que destruyó la
mayor parte de la biblioteca de Alejandría. Bien podría Fray Juan de Zumarraga,
parafrasear al califa: “si los tonalamatl
concuerdan con la Biblia ,
entonces son inútiles y superfluos; si no concuerdan, entonces son perniciosos”.
Años más tarde, en 1561, Fray
Diego de Landa, al igual que Zumárraga,
estaba en el antiguo pueblo de Maní, la sede de la dinastía Totol-Xiu, presenciando
la conflagración que consumía la piedra angular de la civilización Maya. De su
gesto iconoclasta, Diego de Landa
escribió: